Me las contaba el viejo Justo Mencey en la isla de Fuerteventura, en Puerto de Cabras, frente al mar, todas las tardes en que acudíamos sus nietas María Jesús y América y yo desde Puerto del Rosario. Y a través de aquellas historias del Mencey pude enterarme de los orígenes reales e irreales de los guanches. Casi todos dan por seguro que los guanches fueron beréberes que emigraron desde Norte África a Canarias varios siglos antes de nuestra era, cuando se desertizó el Sahara. Pero Justo Mencey seguía aferrado a la idea de que sus orígenes fueron vikingos o celtas, por aquello de la alta estatura, los cabellos largos y rubios y los ojos azules...
Resulta que los guanches olvidaron las artes de navegación y se dedicaron a la agricultura y ganadería y por eso las islas quedaron inconexas las unas de las otras aunque se veían las costas entre sí. Los guanches se agruparon en numerosas tribus (menceyatos y guanartenatos) que luchaban unos contra otros pero se agrupaban cuando el peligro venía del exterior. Estas divisiones tribales hicieron que existieran muchos dioses distintos de isla a isla.
Sintetizando, Justo mencey me contó de la existencia de Magec (el Dios Sol) y de la unión entre Euraraba (varón) y Moneiba (hembra) de los cuales nació Aranfaybu (el primer gran héroe canario). ¿Y qué de los demás dioses?. Una verdadera pléyade de dioses benéficos (como Uraba y Arahman) y de dioses maléficos como Hergum y Guayut, éste último demonio de las calderas del Teide.
Pero las historias del Mencey seguáin tarde tras tarde... y así me narró que allí, en las Canarias, se encontraban La Atlántida, El Jardín de las Hespérides, Los Campos Elíseos, el Océano Tenebroso y La Isla de Samborondón.
La Atlántida, según Platón en su Diálogo de Timeo y Critias, fue un Continente isleño (más grande que Libia y Asia juntos) situado en el Océano Atlántico, más allá de las Columnas de Hércules del Estrecho de Gibraltar. Sus habitantes eran gigantescos, descendientes de Atlas, y resultaban ser sabios, generosos, pacíficos y tan amistosos que enseñaron a otros humanos muchos avances tecnológicos. En su capital se encontraban el Templo y el Palacio de Poseidón, gran señor de la Atlántida. Pero un día se olvidaron de sus virtudes y se volvieron egoístas, avariciosos, bravucones y belicosos; hasta que en el año 11.500 a. C. Zeus los castigó haciendo que explotaran todos los volcanes y se produjeran tal cantidad de cataclismos y terremotos que todo el continente se hundió en el mar. Sólo quedaron visibles, como vestigios del enorme territorio, sus cimas más elevadas que son las actuale sislas de Azores, Madeira, Canarias y Cabo Verde. En las aguas canarias hay hoy, en sus profundidades, numeroso templos y palacios habitados por delfines y cubiertos de algas que los tapizan de espesa red vegetal.
El Jardín de las Hespérides, según contó Hesíodo, era el lugar donde habitaban las tres hijas de Atlas (Egle, Eritnia y Aretusa) conocidas con el nombre de Hespérides. en aquel paraíso vivían en un hermoso jardín donde se encontraban las manzanas de oro que la diosa Gea regaló a Zeus y Hera el día de su boda. El Jardín de las Hespérides estaba en Canarias.
Homero en su odisea, Pïndaro en sus versos y Virgilio en su Eneida, nos hablan de los Campos Elíseos. A estos Campos, también situados en Canarias, es a donde iban a morar las almas de los antiguos héroes y los hombres virtuosos. Administrados por Radamante (hijo de Zeus y Europa y hermano de Minos, rey de creta) nunca llovía allí ni hacía frío y sus habitantes solo se refrescaban con la brisa del Céfiro, viento de Poniente.
Muy pocos navegantes de la antiguedad llegaron a las Islas Canarias. Sí lo hicieron los cartagineses que, celosos de sus intereses económicos y políticos y para evitar la competencia de fenicios, griegos y romanos, extendieron por todo el mundo las leyendas del Océano Tenebroso. Dijeron que en él habitaban monstruos marinos que destrozaban las embarcaciones y devoraban a sus tripulantes; que se producían gigantescos remolinos que engullían a las naves y que cuando se llegaba allí, los barcos caían al abismo porque aquello era el final del mundo y entonces el mundo estaba considerado una especie de disco plano.
Las Islas Canarias son siete, pero existe la creencia de que hay una octava isla invisible, flotante, que cuando es avistada por los marineros se envuelve en bruma y desaparece. Fue descubierta por el monje irlandés San Brentan de clonfert (San Borondón para los canarios) que vivió entre los años 480 y 576. Este monje, acompañado por otros siete más, arribó a una isla-ballena (la octava isla canaria). Los siete compañeros murieron pero Brentan pudo regresar a Irlanda y contó su descubirmiento. Tan cierto se tenía la existencia real de est aisla invisible que los Reyes de España, cuando conquistaron Canarias, dijeron que pasaban a ´posesión de la Corona las siete islas descubiertas y la por descubrir.
También el viejo Justo Mencey nos narraba historias y leyendas románticas de sus islas Canarias. Recuerdo algunas...
El amor imposible de Gara y Jonay es muy conocido entre los canarios. Gara era una princesa guanche (Hija del Agua) que pertenecía a una familia muy rica y Jonay era un humilde y pobre pastor. Se enamoraron locamente pero el padre de ella se opuso a este idilio y su boda. Ellos decidieron morir juntos antes que separarse.
Guajara fue otra princesa que, al morir a mano de los castellanos, su enamorado Tinguaro (hermano del Gran Mencey Bencomo) decidió arrojarse al abismo desde unas peñas y así murió también ella.
Mayantigo ("Pedazo de Cielo") es muy conocido en La Palma por su muerte a causa de su gran amor por Aida. Y Tibiabín y Tamonate eran madre e hija; la primera de ellas una pitonisa que se encargaba de buscar la paz entre los guanches y de apaciguar las rencillas, y la hija era la consejera de los grandes menceys.
La princesa Ico fue hermana y esposa de Guanarame, de cuyo matrimonio nació el legítimo heredero Guadarfire. Cuando Ico quedó viuda y tenía que gobernar hasta que su hijo alcanzase la mayoría de edad, tuvo que pasar la prueba de estar varios días encerrada, con tres de sus criadas, en una habitación llena de humo. Aconsejada por una anciana se colocó una esponja húmeda en la boca y así sobrevivió a la prueba (aunque salió con los ojos enrojecidos) mientras las tres criadas murieron por asfixia. De esta manera Guadarfire llegó a ser Gran Mencey.
Y quedan también la Historia del Guaré (Feunte de Agua), la del último rey guanche Tenauro y la Maldición de de Larrinaga, que fue desatada por culpa del crápula Don Luis Fernández de Herrera (hijo del donjuanesco Don pedro Fernández de Saavedra que tuvo 14 hijos con su esposa Constanza Sarmiento y un sinfín de bastardos extramatrimoniales). El caso es que Don Luis heredó todos los vicios del padre y ninguna de sus virtudes (era, por ejemplo, cobarde ante la guerra) pero fue tan admirado por las jóvenes nativas que se encaprichó de la bella Fernanda y la persiguió sexualmente hasta que le paró los pies un cazador que fue luego mandado matar por Don Pedro. Al morir el cazador apareció la vieja Larrinaga, la madre del muerto, y le recriminó a Don Pedro por haber matado a uno de sus hijos -ya que era producto de uno de sus amores fuera del matrimonio- y maldijo a la Isla de Fuerteventura que se quedó cada vez más árida hasta la actualidad.
Todas estas historias me las contó el viejo Justo mencey cuando acudíamos junto a él a comer gofio (hecho de harina de maíz tostado) con tomates en sal y acompañados de una grna botella de canario (parecido al baileys pero de mejor sabor por ser casero) y mientras él señalaba a un punto del mar, al este de Puerto de Cabras, con su bastón de madera de palma. Un punto donde dicen los habitantes majoreros de Fuerteventura (entre ellos mis amigas María Jesús y América) que muchas tardes se ven platillos voladores (OVNIS) que vienen desde las alturas y se hunden allí, en el mar, hasta las profundiades. ¿Serán atlantes que van a visitar los templos y palacios de Poseidón?.
Ya murió el viejo Justo Mencey pero sus historias son literatura verdadera que no pueden ser víctimas de moribundos movimientos literarios porque escapan de cualquier molde y por ser tan sencillas, claras y limpias, no son la ondulación cargada de voluptuosidades de los cuentos del Oriente ni tampoco los áridos relatos de Unamuno (cuando estuvo desterrado en esta isla) sino esencias de sentimeintos encarnados en la nobleza de estos habitnates canarios que viven en un clima tan benigno que ya los romanos las conocían como Islas Afortunadas.
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