Que un grupo musical de rock radical canario como Guerrilla Urbana sea más valorado y conocido fuera de nuestras islas no es ni una casualidad ni un hecho del que debamos estar orgullosos precisamente. Que la oficialidad haya adoptado para sus parafernalias a grupos como Los Sabandeños tiene mucho que ver con la gratitud estomacal y el culto a la mortadela que tanto se profesa en estas islas. Las manifestaciones artísticas no están tampoco exentas de esta dieta, a través del arte se manipula para crear ideología simple, y es un hecho que mientras los de guerrilla está vetados para conciertos en La Laguna porque no gusta lo que dicen los de sabanda celebran todos los años su típico y tópico festival en La Laguna.
Miguel Díaz Díaz Zurda, guitarrista y miembro fundador del grupo Guerrilla Urbana, ya en el prólogo de su novela Islas Canallas, editado por Lágrimas y Rabia, es capaz de expresar muy bien el sentimiento de impotencia con el que los canarios de bien debemos lidiar. En Aquel libro nos habla de cómo fue su educación en la preparatoria y nos cuenta que entre leñazo y leñazo recibido de un viejo profesor palmero este solía espetar: “¡Laguneros, son todos ladrones, gentuza!” A lo que La Zurda sentencia “En aquella época no siendo más que un mocoso pensaba que aquel canoso desquiciado estaba loco. Hoy, cuarenta años después, me doy cuenta de que simplemente tenía razón.”
Esta valiente novela que está a punto de ver su segunda edición tras agotarse la primera se desarrolla entre los albores de la dictadura del general fascista Franco y los primeros años del proceso que se ha dado en llamar La Transición hacia la democracia en la isla de Tenerife, concretamente entre las ciudades de La Laguna y el Puerto de la Cruz. Es un texto a ratos desternillante, irreverente siempre e ingenioso a más no poder. En esta obra de ficción se entremezclan los momentos históricos de los que su autor fue testigo privilegiado muchas veces, el caso de las luchas obreras y estudiantiles en La Laguna en 1977, y no deja ningún tipo de concesión y deferencia hacia nada ni nadie. El texto podría resumirse como la trayectoria de los últimos descendientes de la familia Fernández de Lugo y de Pontepadarte que partiendo ya de la decadencia de esta familia de rancio abolengo vienen a acabar sucumbiendo ante la risa del lector después de siglos de vicios acumulados por esta estirpe.
Oportunamente pero con unos cuatrocientos años de retraso Miguel Díaz viene a hacer como suya, pudiera ser que por primera vez en la narrativa de archipiélago, la tradición de la novela de sátira y picaresca de la Edad de Oro Española y que tuvo buenos y excelentes ejemplos. Quizás a esto le ayude el lenguaje deliberadamente arcaizante que utiliza y su mordaz crítica del clero del archipiélago que siempre ha sabido medrar junto a la connivencia del poder y que, en la actualidad y con la supuesta separación entre iglesia y estado declarada en la Constitución de 1978, sigue estando favorecido por los poderes autonómicos y locales después de más de tres décadas de democracia. En este sentido el retrato del jefe de la iglesia Don Oroncio Franco Bostión es no sólo un personaje deliberadamente exagerado y bufonesco sino que sus rasgos, tremendamente socarrones y autoritarios, bien pudiera encontrarse en muchas actitudes y costumbres de muchos políticos que nos gobiernan. Tampoco podemos evitar encontrar un parecido de familia con el obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez, de tan triste actualidad estas semanas después de sus declaraciones en las que aseguraba que muchos menores incitan a la pederastia.
En Canarias durante años nuestra idiosincrasia se ha movido sin término medio entre un victimismo efectista, como el que usan nuestras autoridades para negociar con Bruselas y atraer a estas tierras una serie de privilegios que muchas veces no se justifican sino para gozar de poder, y un ombligüismo que parte de una superioridad que no es sino complejo de inferioridad de aquél y que, también, es fruto de cómo actúan los que nos gobiernan. Quizás una búsqueda de un término medio no nos vendría mal a todos pero mientras, esto pudiera ser casi como una receta para la supervivencia, unas dosis de buen humor como pueblo nos vendrían muy bien para afrontar no sólo el día a día sino lo que nos viene y que no es poco. Miguel Díaz Zurda nos ha hecho una novela que no se queda en el localismo sino que cualquier lector, salvo aquellas cosas muy propias, puede ser capaz de entender porque aunque a primera vista no lo parezca es un texto para hacer pensar. Y también, como decíamos antes, tiene el suficiente buen humor para comenzar ya con la necesaria autocrítica que como pueblo necesitamos de una vez si queremos superar algún día las mentiras que se nos cuentan y que nos tienen dormidos.
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